Parroquia Asunción de Nuestra Señora de Torrent

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Area de Jóvenes: Jóvenes 2002-03, Testimonios del Encuentro con el Papa en Madrid

 

TESTIMONIOS DE LA VIGILIA
 

Seminarista:
 

¡Santo Padre!
Me llamo Enrique, tengo veintisiete años y soy diácono de la diócesis de Madrid. Dentro de ocho días, si Dios quiere, con otros catorce compañeros seré ordenado sacerdote. ¡Sacerdote de Jesucristo! En este momento crucial de mi vida, al contemplar hasta dónde ha llegado el amor de Dios por mí... sólo puedo adorarlo y darle gracias por el don de la vocación, que no ha sido otra cosa sino la historia de un amor que ha cambiado mi vida, que ha roto el estrecho marco de mi puerta, que ha ensanchado mi corazón..., que me ha abierto a un horizonte de plenitud.
Como muchos jóvenes que en esta tarde han venido a encontrarse con Vuestra Santidad, conocí a Dios desde niño en mi familia, en mi parroquia, mis catequistas, mi grupo de amigos. Como muchos otros, entré en la universidad, salía con una chica y era un joven normal. Pero poco a poco, mi amistad con Cristo lo fue inundando todo, pedía más. Y yo reconocía que era más feliz cuando no me reservaba nada. La oración, la Eucaristía diaria, la dirección espiritual... eran los medios de los que Dios se servía para mostrarme con absoluta claridad su bondad y su amor. Mi sed de felicidad la iba llenando Cristo.
Santo Padre: recuerdo qué profunda impresión me causaron sus palabras cuando en junio del noventa y tres, nos dijo a los jóvenes reunidos en Madrid: “¡No tengáis miedo! ¡ No tengáis miedo a ser santos!”. En ese mismo lugar, el Papa que había visto siendo niño animando a los jóvenes a “abrir las puertas a Cristo”... me hablaba a mí. Hablaba a todos, pero me lo decía a mí: “¡Enrique! ¡Ábrele a Cristo el corazón de par en par! ¡No tengas miedo!” Y en su voz y en su mirada reconocía la voz y la mirada amorosa de Jesucristo, que desde su Cruz tiene sus ojos puestos en los míos... Desde entonces, no he cesado de buscar esa mirada...
París, Roma,... La última cita, el verano pasado en Toronto, donde esa mirada nos prometía “la misma alegría de Jesús”. Hay que dar la vida. Sabemos que nuestro mundo está herido por el odio, el pecado y la muerte... y que muchos no han recibido la Buena Noticia de que Dios les ama tiernamente. Los hombres tienen hambre y sed, ¡hambre y sed de Cristo!, de su perdón y misericordia. Por eso, en esta tarde estamos aquí varios cientos de seminaristas de toda España para decir a Vuestra Santidad que puede contar con nosotros, que el Señor puede contar con nuestras vidas, para realizar a través nuestro la obra de la salvación de los hombres.
Santo Padre, en nombre de todos y, muy especialmente de los que seremos ordenados el próximo domingo, ¡gracias por su palabra, su testimonio sacerdotal y su vida entregada, que tanto ha significado en nuestro camino vocacional! Le ruego que nos encomiende al Señor para que seamos santos sacerdotes. Y que su palabra y su mirada alcancen el corazón de muchos jóvenes para que también ellos respondan sí a Jesucristo con la entrega sacerdotal de sus vidas, que nosotros nos disponemos a comenzar.
Enrique González Torres (Seminario Conciliar de Madrid)
 

Hermana de la Cruz:


Querido Santo Padre:
Soy la Hermana Rut de Jesús. Tengo 28 años. Pertenezco al Instituto de Hermanas de la Cruz, fundado por La Beata Ángela de la Cruz, que mañana canonizará Vuestra Santidad. Ingresé en él a los 20 años. Aunque soy juniora de votos temporales, estoy comprometida con Jesús para siempre, con un amor indiviso, en una vida de oración y de servicio a los más pobres, enfermos y abandonados en sus propios domicilios. Les lavo la ropa, les arreglo la casa, les hago la comida, curo sus llagas, los velo por las noches,... y lo más importante, les doy todo el amor que necesitan, porque en la oración Jesús me lo regala. Dios es amor (1 Jn 4,8) y yo se lo devuelvo amando a los pobres, entregándoles mi juventud y mi vida entera.
Antes de ingresar en el Instituto, era una joven normal: me gustaba la música, las cosas bellas, el arte, la amistad, la aventura,... Había soñado muchas veces con mi futuro. Pero un día vi por la calle a dos Hermanas que me llamaron la atención: por su recogimiento, su paso ligero y la paz de su semblante. Eran jóvenes como yo. Me sentí vacía y en mi interior oí una voz que me decía: ¿qué haces con tu vida? Quise justificarme: estudio, saco buenas notas, tengo muchos amigos,.. Me quedé mirándolas hasta que desaparecieron de mi vista mientras yo me preguntaba: ¿quiénes son? ¿a dónde van?.
Como Nicodemo, invité a Jesús en la noche de mi inquieto corazón y en la oración entré en diálogo con Él. Con Él sentí la llamada de tantos hermanos que me pedían mi tiempo, mi juventud, el amor que había recibido del Señor. Y busqué, y me encontré con la mujer que estaba más cerca del misterio de la Cruz de Jesús, junto a María: Sor Ángela de la Cruz. Ella se había configurado tanto con la Cruz de Jesús que se hizo amor para los pobres que sufren. Me cautivó y quise ser de las suyas.
Y aquí estoy, Santidad. Consciente de lo que he dejado. He dejado todo lo que los jóvenes que están con nosotros en esta tarde poseen: la libertad, el dinero, un futuro tal vez brillante, el amor humano, quizá unos hijos... Todo lo he dejado por Jesucristo que cautivó mi corazón, para hacer presente el amor de Dios a los más débiles en mi pobre naturaleza de barro.
Tengo que confesarle, Santidad, que soy muy feliz y que no me cambio por nada ni por nadie. Vivo en la confianza de que quien me llamó a ser testigo, me acompaña con su gracia. Gracias, Santo Padre, por su vida entregada sin reservas como testigo fiel del Evangelio, por fortalecer nuestra fe, avivar nuestra esperanza y abrir nuestro corazón al amor ardiente del que sabe perder su vida para que los demás la ganen. Gracias, Santo Padre, por su vida, que a muchos de nosotros nos ha marcado. Gracias por venir a decirnos a los jóvenes de España que el mundo necesita testigos vivos del Evangelio y que cada uno nosotros podemos ser uno de esos valientes que se arriesguen a construir la nueva civilización del amor, porque lo que nosotros no hagamos por los pobres, contemplando en ellos el rostro de Cristo, se quedará sin hacer. Gracias de nuevo, Santo Padre.
Hna. Rut de Jesús (Instituto Hermanas de la Cruz)


Un joven (diócesis de Madrid):

Querido Santo Padre:
Me llamo Guillermo Blasco. Tengo 19 años, pertenezco a una familia de seis hijos y estudio arquitectura técnica. Nací el día de la Inmaculada y la Virgen me ha llevado siempre bajo su manto. Estudié en el Colegio de Ntra. Sra. del Recuerdo de Madrid y mis padres me han educado en la fe.
Desde niño, Santo Padre, he sentido en mi corazón algo grande. En 1999 peregriné a Santiago de Compostela con un grupo que surgía de las manos de la María: los Montañeros de la Asunción. Ese camino me hizo un bien inmenso. Allí sentí que Cristo quería algo más de mí.
El 15 de agosto de 1998, día de la Asunción, murió mi hermano Fernando en Irlanda en un atentado terrorista. Tenía 12 años. Este hecho marcó mi vida de adolescente. Esa misma noche, cuando supe lo ocurrido, llamé hasta la madrugada a todos los hospitales de Irlanda. Al día siguiente, se confirmó la terrible noticia e, inmediatamente, fui a Misa con mi padre.
Entre la perplejidad y el miedo, una pequeña luz se encendió en el horizonte. Era la luz del camino de Santiago, algo que había penetrado hasta lo mas profundo de mi ser. En la comunión encontré una fuerza que jamás hubiese imaginado. Nunca había visto el poder de Dios en las personas. Cuando mis padres perdonaron a los asesinos de mi hermano, su testimonio se gravó a fuego en mi corazón. Desde entonces tengo la convicción de que la Virgen ha intercedido de una forma muy especial por mi familia.
La muerte de mi hermano supuso un gran cambio para mí. Mi familia se unió como una piña, y gracias al ejemplo de mi madre, comencé a ir a Misa todos los días antes de ir a clase. Lo necesitaba. Había descubierto que Jesús es el mejor amigo, del que nadie me puede separar. Vi también que necesitaba la fuerza interior que me da la Eucaristía.
Fueron tiempos duros, Santidad, pero la comunión diaria, y el testimonio cristiano de mis padres mantuvieron a flote mi esperanza. Peregriné a Javier, a Santiago en 1999, y en el 2000 participé con Vuestra Santidad en la inolvidable Vigilia de Tor Vergata. Allí sentí que el Espíritu Santo se derramaba sobre nosotros, igual que en esta tarde lo hace en Cuatro Vientos.
Al año siguiente, Cristo quería darme algo más; algo que sólo se da a quien se quiere de verdad. Me dio a su madre, a María, a quien me ha ido enseñando el inmenso amor de su Hijo. Y le ofrecí mi vida. Me consagré a ella. Desde entonces soy de la Virgen y ella no ha dejado de protegerme.
Desde aquel día, y para siempre, intento a través de la oración, ofrecerle cada cosa que hago: cada entrenamiento, cada lámina que dibujo... Ella me ha ayudado a saborear la oración, el diálogo con el Amigo que nunca falla, que sólo me pide que me deje amar, que sólo desea colmarme de gracias. Por eso, permítame Santidad que invite a mis hermanos los jóvenes a compartir el amor de María, el amor de Cristo, el Amigo fiel que nunca permite que nos sintamos solos, que sólo nos pide que le dejemos llenar nuestro corazón de su amor y que en esta tarde nos hace esta pregunta: ¿Quieres ser mi testigo, quieres ser amado?
Estoy convencido, Santo Padre, de que el secreto de la vida de Vuestra Santidad es su amor a la Virgen, expresado en el lema TOTUS TUUS. De ahí nace su fuerza para recorrer el mundo entero, a pesar de la enfermedad y los achaques físicos, como testigo de la verdad y del amor de Cristo. Gracias, Papa amigo, por venir a España y por enseñarnos que María es el camino mas corto para llegar al Señor.
Guillermo Blasco


ESTOS DE AQUÍ NO SE HICIERON POR ACORTAR LA VIGILIA:

Un matrimonio:

Querido Santo Padre:
Somos una familia española que le está enormemente agradecida. Hemos tenido la suerte de participar en la Jornadas Mundiales de la Juventud en Santiago de Compostela, Czestochowa, Paris y Roma en el año jubilar, y estas jornadas han marcado nuestras vidas. Comprendimos que merecía la pena ofrecer nuestra juventud a Cristo pues sólo Él da sentido a nuestra vida. Con su ejemplo, Santo Padre, hemos aprendido que se puede seguir siendo joven a pesar de la edad, del dolor y de la enfermedad.
Recordamos las palabras que dijo Tor Vergata sobre las dificultades para vivir un noviazgo cristiano. Sus palabras nos ayudaron a definir nuestro camino, conscientes de que el noviazgo es la antesala del matrimonio, y que el verdadero matrimonio es cosa de tres: Dios, el hombre y la mujer. Damos gracias a Dios por nuestra primera hija y le pedimos estar siempre abiertos a la vida a pesar de las dificultades. Que nos ayude a ser testigos, a través del matrimonio, del amor de Dios a los hombres, defendiendo y promoviendo en privado y en público el carácter sagrado del matrimonio, como unión indisoluble del hombre y la mujer, abiertos a la vida, donde el hijo no es ni una amenaza a la comodidad, ni un derecho de los padres, sino un regalo de Dios que ha de acogerse con alegría.
Gracias también, Santo Padre, por su valentía, por su lucha incansable en defensa de los derechos del hombre, en especial de los pobres, los marginados, los enfermos, los no nacidos, los moribundos, y por su lucha a favor de la paz. Nos ha hecho conscientes de que seguir a Jesucristo implica muchas veces ir contra corriente, exigiéndonos un testimonio valiente en una sociedad que a menudo vive de espaldas a Dios.
Gracias por exhortarnos a hacernos presente en la vida pública y a impregnar este mundo del espíritu del Evangelio. Gracias por animarnos a desear la santidad, la misma que mañana contemplaremos en los Beatos que serán canonizados. También nosotros deseamos ser santos, aunque experimentamos la fragilidad y el pecado. Estamos convencidos de que la gracia y el perdón de Dios son más fuertes que nuestra debilidad.
Queremos darle gracias también por toda su vida: por su dedicación a la Iglesia, por su entrega total a Jesucristo, y por su amor grande a la juventud.
Y gracias por llevarnos a María, guía segura para alcanzar a Jesucristo. También nosotros queremos decir: Totus tuus.


Joven disminuida física:

Querido Santo Padre:
Gracias por estar con nosotros, por ayudarnos con su palabra y con su ejemplo a seguir a Jesucristo.
Soy Lourdes, disminuida física. Mi discapacidad me afecta al habla. No puedo hablar y tampoco puedo andar; por ello debo utilizar una silla de ruedas.
Durante mucho tiempo he vivido angustiada. A menudo me he preguntado cuál era el sentido de mi vida y por qué me ha pasado esto a mí. Esta pregunta ha sido constante y la prueba ha sido dura. Durante años la única respuesta ha sido descubrir cada mañana que estaba siempre en el mismo sitio: atada a una silla de ruedas. A veces he sentido que me habían arrancado la esperanza. Me sentía como si llevara una cruz, pero sin el aliento de la fe.
Un día descubrí a Jesucristo y cambió mi vida. El Señor con su gracia me ayudó a recobrar la esperanza y a caminar hacia delante. Ahora, cuando veo a otros jóvenes enfermos al lado mío pienso que mi cruz es muy pequeña comparada con la de ellos, y me gustaría mostrarles cómo yo encontré al Señor para transformar su dolor en un camino de esperanza, de vida y de santidad.
La fe fortalece mi vida. Cada día me pongo en las manos de Dios. Él me da fuerza. El me ayuda siempre a superar los momentos difíciles y ha puesto a mi lado muchas personas que me quieren y me animan a seguir con alegría mi camino de fe.
Santo Padre: soy una joven como todos los que le acompañan en esta tarde. Soy consciente de que tengo una minusvalía, pero me siento útil y, por ello, alegre. Sé que mi silla de ruedas es como un altar en el que, además de santificarme, estoy ofreciendo mi dolor y mis limitaciones por la Iglesia, por Vuestra Santidad, por los jóvenes y por la salvación del mundo.
En mi Via-Crucis me siento alentada por el testimonio de Vuestra Santidad, que lleva también sobre sus hombros la cruz de la enfermedad y de las limitaciones físicas y, además, el dolor y el sufrimiento de toda la humanidad. ¡Gracias, Santo Padre, por su ejemplo!
Lourdes Cuní


Monja contemplativa:
 

Santo Padre:
Soy una monja de Belén y de la Asunción, que vive una vida de soledad según la tradición monástica de San Bruno. Tengo 25 años. Antes de ingresar en el Monasterio he vivido una fuerte experiencia de Iglesia. En varios momentos de mi camino he participado en Encuentros de jóvenes convocados por Vuestra Santidad y sus palabras han sido determinantes en mi vocación.
En ellos he descubierto que era pequeña, débil, ni por asomo mejor que los demás, pero he descubierto también que el Señor me ha elegido para vivir en la tierra lo que todos vivirán en el cielo. El Señor me ha cubierto con su mano y me ha llevado al desierto para vivir un proceso o viaje interior al corazón. Día tras día, el Señor me va despojando de las muchas capas que recubren mi verdadera identidad, mi yo profundo, mi ser de gracia.
Es un trabajo interior que a veces se presenta como un combate, para renunciar a todo lo falso que me habita y a las seducciones del mundo. Recibo la llamada a vivir un nuevo y radical nacimiento de lo alto, un nacimiento del Espíritu. En esta esperanza, cada día, cada minuto, muero con Cristo y resucito con Él. La Virgen glorificada me hace participar de su Asunción y también de su doloroso alumbramiento de las multitudes de hijos de Dios, “el resto de sus hijos”, como dice el Apocalipsis.
En lo más secreto de mi celda, y más aún, en lo más profundo de mi corazón, tienen cabida todos los hombres y mujeres del mundo, mis hermanos. Viviendo en el silencio y la soledad con Dios, siento aún más, si cabe, que no puedo disociar el Amor a Dios del amor a cada persona humana. Por eso sé con toda la certeza de la fe que estoy participando en la Nueva Evangelización, a la que Vuestra Santidad nos ha convocado, desde mi puesto en la Iglesia, con una inmensa alegría, esperando el momento en que la vida de todo hombre no sea más que alabanza eterna de Aquél que nos amó.
Muchas gracias, Santo Padre, por su testimonio de amor a Jesucristo y de entrega incondicional a la Iglesia, y por lo que este testimonio significa para mí, para mis Hermanas, para la Iglesia y para toda la humanidad.
Una monja de Belén, de la Asunción de la Virgen y de
San Bruno en el Monasterio de Sigena
 

Otro joven: La Cruz en mi vida:

Dice un himno de la Liturgia de las Horas: “...Que cuando llegue el dolor / que yo sé que llegará / que no se me enturbie el amor / ni se me nuble la paz.” Y ese creo o, mejor dicho, quiero que sea el centro de mi ofrecimiento. Todos los días ofrezco mi labor cotidiana, mas también hago ofrenda de mi vida al que es mi Creador. Yo, como dice el Santo Padre, quisiera ser Luz para el mundo. Que todos aquellos que me contemplen vean reflejada la gloria de Dios Padre en mi silla de ruedas.
Observad las ruedas de mi silla: son los clavos de Jesucristo. Contemplad el reposacabezas: es el letrero donde dice quien soy (un siervo de Dios que quiere hacer su Voluntad, aunque a veces, tal vez a menudo, me rebelo); porque lo que sí tengo demasiado claro es que no soy santo, PERO QUIERO SERLO. Observad mi cuerpo retorcido, no soy yo sino Aquel quien me sostiene en su pecho. Y también quien me conduce, quien guía mis pasos, es la Humildad de Nuestra Madre: María; porque a ellos no se les ve, pero son el motor de este peregrinar por el mundo.
No quisiera ser vanidoso (que lo soy), no quisiera ser orgulloso (que también lo soy) pero siento y experimento todos los días que Dios me ha elegido, como a muchos de vosotros, para ser escándalo de la Cruz, como diría San Pablo. A veces la gente se me queda mirando con extrañeza; en ocasiones yo les miro desafiante, no comprendiendo que es a Cristo a quien ven. Este mundo rehúsa el dolor, yo lo acepto para completar la Redención de Cristo en este mismo mundo.
¡VIVA CRISTO CRUCIFICADO¡
¡VIVA CRISTO RESUCITADO¡
José Javier
 

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