Parroquia Asunción de Nuestra Señora de Torrent

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Área de Matrimonio y Familia: Novios,   Reuniones Bloque III

 

EL MANDAMIENTO DEL AMOR

 

Jesús nos dejó el mandamiento del amor (Jn 13,34): Amarnos como él nos amó; hasta el amor a los enemigos (Mt 5,44); hasta la entrega de la vida (Flp 2,6-11).

El Mandamiento del amor lo dirige a todos sus seguidores. Es el centro y el resumen de su mensaje. Y ha de ser también la médula de toda pareja que verdaderamente quiera seguir a Jesús. Para ello es justamente el sacramento del matrimonio, para poder seguirlo con la heroicidad que él pide.

 

Amor y sacramento

Quien desee encuadrar el matrimonio en un marco bíblico, debe situarlo en el plano del amor. Dios hizo al hombre (varón + mujer) a su imagen. Por eso el matrimonio, y la familia toda, al margen de cualquier formulismo o rito, ha de fundamentarse, ante todo, en el amor.

Cuando ese amor es bendecido por Cristo en el sacramento del matrimonio, entonces adquiere la dimensión de matrimonio cristiano, y simboliza el amor entre Cristo y su Iglesia (Ef 5,21ó27).

Cuando se celebra el sacramento, el amor queda robustecido con la fuerza de la bendición de Cristo, de una manera explícita y consciente.

Si no hay amor, ni en grado mínimo, al recibir el rito sacramental, no hay tampoco sacramento. Y cuando hay amor, pero no se recibe el sacramento, de hecho hay matrimonio natural, en el sentido creacional del hombre; pero no se puede decir que sea matrimonio cristiano; le falta la fuerza purificadora y consolidadora del sacramento. Lo que constituye propiamente lo fundamental del matrimonio cristiano no es el rito en sí, sino el amor entre los esposos, expresado en el “sí” y bendecido por Cristo. Ese amor es precisamente el objeto de su bendición para que siga siempre creciendo.

El matrimonio cristiano es, pues, el encuentro de un varón y una mujer en profunda fusión amorosa, dignificada con la gracia de Cristo en el sacramento.

En la Iglesia hay diversidad de carismas (1 Cor 12, 4-11), y el más frecuente de ellos es el del matrimonio. Para quienes reciben de Dios esta vocación, el matrimonio es la mejor forma de realizarse en conformidad con los planes divinos. Varón y mujer, unidos en el amor, se sitúan más allá del egoísmo. Más aún, el matrimonio, dignificado con el rito sacramental, pasa a significar la unión de Cristo con su Iglesia.

Cristo e Iglesia unidos, o mejor, unificados, van quebrantando el imperio del pecado. El matrimonio cristiano coopera con esa lucha que sostiene Cristo contra el pecado. Es la lucha del amor contra el egoísmo. Y en esta lucha la misma sexualidad humana tiene una parte importante. El matrimonio supone, en realidad, como una ruptura con la situación de pecado (muerte) y una unión con el mundo de la gracia (vida).

 

Contraer matrimonio en el Señor

Tenemos que ser bien conscientes de que el matrimonio cristiano es una gracia, y una gracia difícil. Cuando Jesús dijo: "No todos entienden esto; sólo los que han recibido el don"  (Mt 19,11), no se refería solamente al celibato, sino al matrimonio cristiano también. Ello es una gracia de Dios, que no puede conseguirse sólo a base de esfuerzo humano. Estas palabras de Jesús indican que la fidelidad de por vida más que una prescripción legal es una promesa de gracia y ayuda. Dios es el que puso al principio aquel amor de enamorados y él se compromete a mantenerlo hasta el fin.

Si es difícil tomar la decisión de casarse, mucho más lo es mantenerla durante toda la vida. Amar es, fundamentalmente, aceptar en plenitud el modo de ser del otro; y esto no es nada fácil, y menos durante toda la vida. Y peor aún teniendo en cuenta las diferencias psicológicas de los dos sexos. Pero resulta que en el matrimonio no son sólo dos las personas comprometidas. Está de por medio el Dios fiel que los amó primero y los hizo amarse entre sí.

Esta ayuda de Dios no se limita al acto inicial por el que se suscitó el enamoramiento. Es una gracia con la que se cuenta siempre. Sólo que Dios no la impone a la fuerza. Es un don que hay que buscarlo y recibirlo.

Cuando Jesús dice que "no separe el hombre lo que Dios ha unido"  está indicando que es Dios quien puso desde el principio en el corazón de cada uno de los cónyuges el amor y la voluntad de mantener fielmente esa entrega. Dios, que comenzó esa obra buena, está dispuesto a llevarla adelante. Pero necesita nuestra respuesta libre y responsable. Hay que dejarle obrar en nosotros. Por eso es imprescindible la oración matrimonial: para ponerse en manos de Dios y dejarle obrar a él, que siempre es fiel.

"Casarse por la Iglesia" no significa meramente hacer una ceremonia en la Iglesia. Significa "contraer matrimonio en el Señor". Es decir, que el matrimonio queda asumido en el ser de Cristo; son sus mismos sentimientos de amor, de fidelidad y de servicio los que deberán llenar a esos esposos.

El matrimonio cristiano debe ser signo de la presencia de Dios. Los cristianos que se casan se comprometen a ser signo viviente de lo que es la realidad de Dios. Un amor que continuamente sepa darse y perdonar. Un amor que se compromete, fiándose del otro.

El Evangelio pide a los cristianos casados que conviertan su vida en un signo del amor de Dios, que sabe perdonar, ayudar, exigir, entregarse sin retorno, y todo ello sin perder la propia personalidad. La condición imprescindible es vivir confiados en el que los embarcó en este compromiso: Dios. El es el garante máximo de la aventura.

Nada de ello se conseguirá sin esfuerzo, arrepentimientos y vueltas a comenzar. Nadie llega al amor si no carga con su cruz. Sólo después de haber superado muchas tentaciones de abandonar, será posible llegar a la cumbre. En medio de las dificultades hay que seguir creyendo que Dios sigue asistiendo a su obra.

Puesto que el matrimonio es una gracia, una realidad hecha de fe y de esperanza en la que Dios garantiza lo que él unió, se necesita a todo trance unirse con ese Dios a través de la oración. Hacer sitio a Dios dentro del matrimonio es tomar conciencia de que él es el tercero en concordia, el garante de esa unión, que hay que desear y pedir. Aquí resulta verdadera de un modo especial la promesa de Jesús: donde están dos o tres reunidos en su nombre, él está en medio de ellos (Mt 18,20).

 

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