Parroquia Asunción de Nuestra Señora de Torrent

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Capítulo III: Una Comunidad Comprometida con la Sociedad (Siglos XIX-XX)

 

1- EL CLERO

1.1- El rector y los coadjutores

Las transformaciones socioeconómicas que afectaron a la sociedad decimonónica tuvieron también su incidencia en los planteamientos de la Iglesia. Estos cambios en su concepción pastoral se hicieron presentes en algunos clérigos que destacaron por su actitud de servicio a la comunidad. Sin lugar a dudas, la pérdida del status económico del clero repercutió positivamente en sus actitudes, pues les condujo a identificarse con los sufrimientos y necesidades de los miembros de su comunidad de una manera activa y directa, sobrepasando esa barrera de la caridad limosnera que había caracterizado al clero barroco.

Las actitudes de algunos rectores o coadjutores que ejercieron la cura de almas en Torrent durante la segunda mitad del siglo XIX dejaron una huella muy especial entre los miembros de esta comunidad. Don José Aicart trabajó notablemente durante la epidemia de cólera del año 1854 con el fin de aliviar los sufrimientos materiales y espirituales de sus feligreses. Isidro Miquel nos explicaba de esta manera la labor desarrollada por este rector.

"Los enfermos y difuntos de esta segunda invasión del cólera en esta villa tuvieron una asistencia corporal y espiritual cual pudiera desearse, pues el celoso, laborioso y activo cura don José Aicart, que se encontraba al frente de esta parroquia, dividió el pueblo para la asistencia espiritual en tres distritos, colocando en cada uno varios asistentes de la clase de sacerdotes; que sus centros eran la iglesia parroquial, la ermita de san Luis, y la iglesia del convento, a cuyos puntos acudían los habitantes de cada distrito que reclamaban auxilios espirituales. Además el referido señor cura invitó y fue el primero en ofrecer para que a los enfermos pobres no les faltasen los auxilios corporales y se suministró toda la carne, medicinas y demás que los enfermos necesitaban, según lo ordenaban los facultativos; llevándose una regla especial que surgió bellísimos efectos y para satisfacer el importe de todos estos gastos se verificó una derrama entre los vecinos más acomodados, que se cobró con toda religiosidad. Todo esto produjo un notable orden sin notarse la menor confusión, pues estaban reglamentados hasta los sepultureros, no se hacían durante el día traslaciones de cadáveres, y hasta el santo oleo se administraba sin el aparato de costumbre, llevándolo el sacerdote como si fuese de visita particular".

Esta actitud ejemplar del rector y del vicario de la parroquia recibió el reconocimiento público del ayuntamiento en la sesión celebrada el día 1 de marzo de 1857.

"En su virtud pues, este ayuntamiento, como fiel observador de tan estraordinarios servicios, y no pudiendo tolerar quedasen por su parte en el lecho del olvido acordó: que para perpetua memoria quedasen consignados en la correspondiente acta que se libran a los mismos la correspondiente certificación para los usos que les convengan, considerando también dignos de ella al señor don Jayme Navarro, vicario de esta parroquia, quien con igual celo prestó inmensos y extraordinarios servicios en la indicada época".

De este modo era de esperar que fuera muy sentida la muerte del rector, ocurrida el 17 de abril de 1864, cuando tenía 51 años de edad. Según palabras de Isidro Miquel: "Este celoso y laborioso cura también hizo una notable falta en esta población; había tomado completa afición al pueblo y no vacilaba ni en las empresas de obras pías, ni excusaba el trabajo en el cumplimiento de su ministerio. Murió en extremo pobre, después de trece años que llevaba de curato en esta villa [...]. Con todo no se escapó de la crítica; pero en su muerte se convencieron que era un verdadero cura".

Cabe destacar también la asistencia religiosa a los presos de la cárcel del partido que realizó el vicario don Jaime Navarro, quien fue sustituido en este cometido por don Vicente Vázquez el 2 de septiembre de 1864 al fallecer don José Aicart, para dedicarse a la atención de la parroquia. El mismo vicario también pidió al ayuntamiento licencia para poder abrir una suscripción popular, al tiempo que solicitaba se le concediera un solar junto al convento para poder edificar un hospicio para enfermos pobres. Estas peticiones fueron atendidas favorablemente, pero no nos constan noticias de haberse llevado a cabo estas obras.

Dejó también muy buen recuerdo entre los feligreses don José Sanmartín Egea, quien falleció el 15 de marzo de 1877 cuando tan sólo hacía tres años que había tomado posesión de su curato "siendo llorado por todo el pueblo, pues era un celoso y verdadero cura, cuya memoria quedará impresa en Torrent".

El epitafio de su lápida sepulcral resulta elocuente de ello:

"Las lágrimas de sus feligreses, el clamor de los pobres, la bendición de sus superiores, y el desconsuelo de su familia, forman de él un elogio muy cumplido. Sus relevantes virtudes le llevaron al cielo a la temprana edad de 36 años".

Don José Méndez Perpiñá, vicario de la parroquia de Torrent desde 1880 a 1889, se preocupó por los problemas sociales de su época, demostrando su espíritu de caridad en la epidemia de cólera de 1885, realizando importantes actos de abnegación en tan difíciles circunstancias. Sin concederse descanso alguno atendió espiritual y corporalmente a los apestados, desplegando una labor tan admirable que muchos torrentinos llegaron, en prueba de veneración, a arrodillarse ante él a su paso por las calles del pueblo. También a don José Méndez se debe la fundación del Círculo Católico Obrero de San José, de la Congregación Mariano Angélica de San Luis Gonzaga, de las Hijas de María, y del Apostolado de la Oración, erigidas canónicamente en la parroquia de Torrent. Entró en contacto con el padre Luis Amigó, quien le sedujo con las ideas de su nueva orden basadas en la reeducación de la juventud extraviada, en la que ingresó en el mes de mayo de 1889 bajo el nombre de padre José María de Sedaví, dejando la vicaría de la parroquia. Conocida en Torrent la noticia de su ingreso, el 17 de mayo asistieron a pie a la cartuja de El Puig donde se hallaba para pedirle que regresara a la parroquia.

Esta misma actitud pervivió en algunos rectores como don Francisco Balaguer Durá, y don Francisco Gil Campos, quien en los difíciles años de la postguerra no dudaba en ofrecer su propio plato de comida a algún pobre que llamara a su puerta, e incluso su propio vestido, pues muchos torrentinos recuerdan la anécdota de que ofreció a una pobre que llamó a su puerta pidiendo ropa un corte de tela que había comprado para confeccionarse su propia sotana, y tuvo que continuar algún tiempo con la que llevaba que se encontraba bastante deteriorada.

Sin embargo, en otras ocasiones la actitudes del clero no fueron lo suficientemente ejemplares para sus feligreses, dando motivo a murmuraciones y quejas por parte de los mismos. El 29 de agosto de 1902 el rector don Manuel Pavía reunió a todo el clero en la sacristía, a consecuencia de una comunicación recibida por el secretario de cámara y gobierno del arzobispado, "para hacerles presentes que son muchas las murmuraciones o quejas de los fieles originadas por el proceder más o menos edificante de los sacerdotes; y todo esto a la mira de que cada uno por sí, y todos juntos, hagamos cuanto sea posible para contribuir al mejor ejemplo y santificación de estos feligreses".

Desde finales del siglo XIX la Iglesia insistió mucho en la necesidad de la formación teológica y moral del clero para poder instruir a sus ovejas. Además de los estudios teológicos de formación para el sacerdocio realizados en el seminario, el rector y sus coadjutores se preocuparon por adquirir una formación periódica, convocando reuniones mensuales para tratar algunos temas, y realizando ejercicios espirituales. En este contexto, en la sesión del clero celebrada el 30 de agosto de 1901 se acordó celebrar en adelante un retiro de eclesiásticos el primer viernes de cada mes, o al día siguiente en caso de no poder realizarse el día prescrito por razón de las obligaciones de la parroquia. Los ejercicios se dividirían en una sesión matutina después de la última misa, y en otra vespertina tras el rezo del santo rosario.

Las actas de estos ejercicios celebrados en los primeros años del siglo XX se han conservado en el archivo parroquial. En los temas tratados, tanto para los fieles como para los sacerdotes, podemos observar que se trata de unas conferencias doctrinalmente pobres y moralizantes, como herencia de una piedad barroca. Entre los temas más tratados cabe destacar las obligaciones del sacerdote para consigo mismo y con el prójimo, dificultades de la vida sacerdotal, la muerte del pecador, la eternidad de las penas del infierno, los remordimientos de los condenados, brevedad de la vida, gravedad y castigo del pecado del sacerdote, la vanidad del mundo, etc. Los grandes aspectos positivos de la vida sobrenatural apenas se tratan: dignidad sacerdotal, la vocación eclesiástica, importancia de la salvación, etc., o se abordan desde un punto de vista negativo: la mortificación interior, la incertidumbre de la muerte, etc. Hemos de destacar que el tema de la muerte está presente en todos los ejercicios, pues estos finalizan con un acto de preparación para la buena muerte. Periódicamente se estudia y comenta un capítulo del libro del padre José Mach: Tesoro del sacerdote, que en esta época estuvo muy difundido entre el clero, por lo cual en la biblioteca de la parroquia se conservan varios ejemplares.

Esta inquietud del clero parroquial llevó a hacer partícipes de esta formación a los laicos. Durante esta época donde arraigaban las ideologías anticlericales, era necesario tener una fe fundamentada y cultivada. Por ello a partir del año 1901 se celebraron ejercicios espirituales de un día de duración, divididos en dos sesiones de mañana y tarde respectivamente, con una periodicidad mensual.

"El día 2 de abril de 1902 se celebró en esta parroquia el día de retiro para hombres y mugeres, ordenado y practicado ya con bastante regularidad un año hace por el señor ecónomo por mas que no se hayan consignado sus actas en este ni en otro libro; y como la gloria del Señor algo ha de ganar con estos egercicios, interés de los sacerdotes ha de ser el que se celebren con los dos actos, de la mañanita uno, y de la tarde el otro".

Aunque el tema de la muerte está muy presente en estos ejercicios celebrados durante las primeras décadas del siglo XX, en general se tratan aspectos más prácticos y positivos de la fe, tales como los métodos para hacer oración, el amor de Dios, el buen uso del tiempo, modo de acercarse a la comunión, necesidad de acudir a la Virgen ante las necesidades, etc. A partir de la década de los cuarenta estos ejercicios continuaron celebrándose, pero dentro del marco de la institución de Acción Católica.

Durante el período de tiempo comprendido entre mediados del siglo XIX y 1939 se atravesaron épocas especialmente difíciles por los brotes de anticlericalismo que desde algunos sectores de la sociedad atacaban a la Iglesia. En este contexto se puede enmarcar la adhesión unánime del clero de la parroquia y del arciprestazgo a la protesta efectuada por el cabildo metropolitano de Valencia por los disturbios provocados por grupos anticlericales en la procesión de la Inmaculada celebrada en la capital en el año 1904, conmemorando el cincuenta aniversario de la declaración dogmática.

"Los infrafirmandos cura arcipreste y demás sacerdotes del clero de esta parroquia de Torrente, y curas párrocos, coadjutores, y sacerdotes de las parroquias pertenecientes a este arciprestazgo, se adhieren con toda su alma a tan justa, enérgica y vivísima protesta, elevada a los altos poderes del Estado por el ilustrísimo señor vicario capitular (sede vacante) y excelentísimo cabildo metropolitano de Valencia contra el atropello de los católicos en la procesión de María Ynmaculada en la tarde del día once de los corrientes, haciéndola suya en todas sus partes y contados los sentimientos en ella expresados".

Esta actitud de defensa de los ideales cristianos en medio de un ambiente sociopolítico hostil llevó a algunos miembros del clero a entregar su propia vida. En el año 1936 ocupaba la parroquia don Francisco Balaguer Durá. Estallada la guerra fue obligado a recluirse. Haciendo caso omiso de estas advertencias siguió entregado a sus feligreses, y en especial a la atención de los encarcelados y de sus familiares. El 2 de agosto se presentaron unos milicianos en la casa donde estaba acogido para detenerle, pues la casa abadía había sido requisada. Fue llevado a prestar declaración ante el comité revolucionario, y posteriormente fue encarcelado en un calabozo. Otra noche fue sacado a la una de la madrugada para un interrogatorio. Pocos días después en una cesta de comida se halló un escrito suyo que decía: "una noche de estas me sacaron, a la una de la madrugada, para tomarme declaración, teniendo que sufrir los mismos escarnios que mi amado Jesús". El día 3 de septiembre fue trasladado con 15 presos más a san Miguel de los Reyes. En este lugar preparó a los presos para la muerte, que parecía casi segura, realizó confesiones, y unos ejercicios espirituales. Durante su encarcelamiento, unos señores influyentes fueron a proponerle la libertad con la condición de que se dedicara en adelante a escribir para el comité marxista, pero el rector se negó a lo que consideraba como una renuncia de su condición de sacerdote. En la noche del 28 al 29 de septiembre fue sacado con quince presos más de Torrent, para ser fusilados en el picadero de Paterna.

La misma suerte corrió don Ramón García Ripoll, coadjutor de la parroquia, quien fue encarcelado en Torrent el 30 de agosto de 1936 para ser puesto en libertad el 28 de septiembre del mismo año. Viviendo en casa de una sobrina, fue detenido de nuevo el 9 de octubre. Tras tomarle declaración fue conducido en coche con un compañero suyo al término de Picassent, donde fue fusilado.

También don Tomás Martínez Medina, coadjutor de la parroquia, fue detenido en el Cabañal, y encarcelado en Torrent. El 10 de agosto fue trasladado a san Miguel de los Reyes, y fusilado en la noche del 28 de septiembre. Al encontrar su cadáver, este presentaba señales de tortura en las manos y en su cuerpo.

Otros clérigos que desempeñaban su ministerio sacerdotal en Torrent también perdieron su vida en parecidas circunstancias, como don Rafael Esteve Feliciano, capellán de las religiosas salesianas; don Francisco Garrigues Cabrelles, capellán de la ermita de san Luis; don Manuel Simó Gozalvo, capellán de las religiosas franciscanas; y don Germán Gozalvo Andreu, recién ordenado como presbítero.

Durante este nuevo período de la historia de la Iglesia, el procedimiento seguido para la provisión de parroquias en un principio continuó siendo el mismo que en la etapa del barroco, es decir, se accedía a una determinada plaza vacante a través de un examen-oposición. Torrent era calificado como un curato de término. Pero a partir de los años cincuenta del siglo XX se abolió este sistema al considerarse que no era adecuado para aquellos tiempos, y porque el hecho de obtener un curato en propiedad por una oposición era pretexto para que algunos rectores se sirvieran del patrimonio de la parroquia como si de algo propio se tratara. Por ello, a partir de este momento las vacantes serían adjudicadas directamente por el ordinario diocesano.

Los cambios más notables que afectaron a los derechos económicos de los párrocos se debieron a la supresión de la dotación de los beneficios parroquiales como consecuencia de las sucesivas desamortizaciones, y a la abolicición de la primicia. También hacia mediados del siglo XIX, como ocurrió en otras parroquias se redimieron los censos todavía vigentes, con lo que desapareció otra fuente de ingresos del clero. Pero a partir de 1851 la supervivencia del clero quedó asegurada por una dotación estatal, canalizada a través de la diócesis. Como ingresos complementarios del párroco permanecían los derechos de estola, y los aranceles, de los que solo disponía de un tercio. El resto iba a parar en forma de distribuciones a los otros sacerdotes de la parroquia, al personal auxiliar, y a la fábrica. Desconocemos cual era la tarifa de los aranceles parroquiales al haber desaparecido los informes de las visitas pastorales realizadas con anterioridad a la década de los cuarenta del siglo XX. Sin embargo podemos suponer que la gama sería muy amplia al existir varias categorías en algunas celebraciones litúrgicas; sirvan de ejemplo los entierros. Tenemos constancia que desde principios del siglo XX se estableció un arancel diocesano común para todas las parroquias. Pero en la reunión del clero celebrada el 6 de septiembre de 1902 el rector informaba sobre arancel vigente desde el 1 de mayo para toda la diócesis "que en el momento aquel no era posible ni prudente llevarlo a la práctica en todo su rigor en esta parroquia, si bien se perseguía la idea de irlo ajustando con oportunidad y progresivamente a todos los actos de la parroquia".

Otro de los derechos que ha disfrutado el párroco, íntimamente ligado con el deber de residencia, es una casa destinada a habitación, que podía compartir con otros clérigos que ejercieran su ministerio en la misma parroquia. La parroquia de Torrent continuó poseyendo la misma casa abadía, ya que estas quedaron exentas de las desamortizaciones. Pero según nos comenta Isidro Miquel, desde el siglo XVIII se hallaba habitada por viudas pobres, sirviendo de asilo benéfico, a excepción de un pequeño cuarto que servía como vivienda del sacristán. Por ello el edificio se encontraba en un deficiente estado, y todos los curas que llegaban a la parroquia tenían que alquilar una casa donde habitar. En el año 1852 don José Aicart tuvo que alquilar una casa en la calle de santa Ana. A los cuatro o cinco años pensó en rehabilitar la casa abadía, dejando intacta la habitación que ocupaba el sacristán. Su sucesor, don Carlos Máximo, volvió a reformar la casa y le dio una mayor extensión al recibir del ayuntamiento un trozo de corral del viejo hospicio municipal, incluyendo en la misma el apartado que ocupaba el sacristán, "dejándola muy bien arreglada y decente". Para obtener el dinero disponible para las obras tuvo que vender un campo propiedad del clero, como se desprende del permiso que pidió al arzobispado. Pero el trozo que el ayuntamiento cedió a la abadía, fue expropiado en la revolución de 1868. Durante la década de los cincuenta del siglo XX se compró una casa en la calle de san Juan de Ribera, en cuyo solar se edificaron dos nuevas viviendas para los coadjutores.

Durante el siglo XIX los cuestores de limosnas que pedían para cualquier asunto relacionado con la actividad parroquial como fiestas, cofradías, etc., debían contar con el permiso de la autoridad civil municipal, y necesariamente con el consentimiento del rector.

Las obligaciones sacramentales del rector y de sus coadjutores o vicarios, recopiladas en el sínodo diocesano de 1951, continuan siendo las mismas que durante el período barroco, aunque se observa que en general han evolucionado de acorde con la situación del momento, desapareciendo obligaciones anacrónicas como la matrícula parroquial, y la frecuencia de casos por los que se podían dictar excomuniones.

El párroco con cura de almas está obligado a residir dentro de la demarcación de su parroquia, en la casa abadía, pudiendo ausentarse un tiempo de dos meses cada año, dejando siempre un sustituto idóneo. No podrá ausentarse durante los tiempos de cuaresma o de adviento, épocas en las que las ovejas necesitan un mayor alimento espiritual. El sínodo de 1951 insiste en que esta residencia no ha de ser meramente material, sino también formal "orando por los feligreses; atendiendo a sus necesidades espirituales y aun materiales; teniendo bien ordenados los documentos del archivo; extendiendo puntualmente las partidas en los libros sacramentales; administrando rectamente los recursos y bienes de Fábrica, las limosnas de los fieles y las fundaciones piadosas, poniendo siempre su cuidado, ejemplo y acción personal, en la observancia exacta de estas sinodales y de las obligaciones que les imponen el Derecho Canónico y el Prelado". Todas estas obligaciones implícitas en la residencia se desarrollaban cumpliendo los siguientes ministerios.

Persiste la obligación por parte del rector, instituida en la etapa del barroco, de celebrar misas pro populo. Estas debían celebrarse todos los domingos y fiestas de precepto particular, aun las suprimidas que figuraban en el catálogo de Urbano VIII. Esta obligación era ineludible, por lo que si el párroco se encontraba imposibilitado por cualquier motivo, tenía que encargar a otro sacerdote para su celebración, dándole el estipendio fijado por el arancel diocesano.

También los párrocos deben procurar para sus fieles una misión al menos cada diez años. Tenemos constancia por lo que respecta a la parroquia de Torrent de que esta obligación se cumplió con puntualidad, tal como se analizará detalladamente en el apartado de este capítulo destinado a las obras de catequesis y propaganda.

La principal obligación de los párrocos es la administración de los sacramentos. Aunque los principios básicos para su administración siguen siendo los mismos, se denota una mayor apertura respecto a la etapa barroca por parte del clero para facilitar la participación de los fieles. Así como en aquella época cualquier sacerdote que no dispusiera de cura de almas precisaba de una autorización formal del rector, el sínodo de 1951 recoge que esta licencia debe ser al menos presunta.

El bautismo debe ser administrado por un sacerdote o diácono en el templo parroquial, inmediatamente después de producirse el nacimiento. También puede hacerlo cualquier seglar, siempre que exista necesidad absoluta por peligro de muerte para el recién nacido. Únicamente se consentiría realizar el bautismo solemne en un domicilio particular con certificación escrita del facultativo indicando que era peligrosa su salida por el estado de salud del niño, y con licencia del ordinario. El sínodo reconoce la costumbre de bendecir a las madres después del bautismo de sus hijos. Al solicitar el bautismo, los padres firmarían en el minutario la declaración de los datos que debían figurar en la partida de bautismo. Una vez impartido el sacramento, el párroco debía inscribir y firmar la partida, y poner en ella el sello parroquial. Al margen de la partida se anotaría con posterioridad la recepción de otros sacramentos como la confirmación, el matrimonio, o el orden.

En relación con la llevanza de los libros sacramentales, a partir de una circular emitida por el arzobispado el 15 de diciembre de 1871, era obligación del rector leer desde el púlpito durante la misa del domingo la lista de las personas que durante el año anterior se hallaban inscritas en los quinquelibri como receptores de algún sacramento, con el fin de poder subsanar cualquier error u omisión, debiendo hacer constar en los libros sacramentales al final de cada año la realización de esta diligencia.

La confirmación es administrada en la parroquia por el obispo o por su vicario. Este acto debe celebrarse solemnemente y debe ser anunciado con suficiente antelación por el párroco. Era preceptivo para los receptores de este sacramento que estuvieran bautizados y que fueran mayores de seis años, aunque se sigue la práctica de que tengan uso de razón. En principio debe ir acompañado de un padrino o de una madrina, aunque se permite que una misma persona cumpla esta función para un grupo de niños del mismo sexo. Por ello se eligen padrinos pertenecientes a Acción Católica u otras obras de apostolado, y a autoridades que se destaquen especialmente por su vinculación a la vida parroquial. El párroco inscribirá la confirmación administrada, y realizará la anotación marginal en la partida de bautismo. A este se le confiere la facultad extraordinaria de poder confirmar cuando haya peligro de muerte, por enfermedad o vejez, y a los niños bautizados en estas circunstancias. El rector lo inscribirá en el libro de confirmaciones correspondiente y notificará al ordinario cada confirmación administrada de esta manera.

Otra de las obligaciones del sacerdote es el promover la piedad eucarística. De ordinario, para recibir este sacramento era necesario estar en ayuno natural, por lo que las misas de comunión general siempre se celebraban por las mañanas. A partir de la década de los cuarenta del siglo XX también se podía recibir inmediatamente antes o después de la misa, y aun fuera de ella siempre que se lo pidieran al sacerdote razonablemente. Están obligados a recibir la comunión todos los niños que tienen uso de razón. El párroco debe asegurarse, aun por medio de un examen si lo juzga oportuno, si los niños están bien preparados. Desde principios del siglo XX tenemos constancia de que los niños recibían la catequesis por parte de laicos, limitándose en este caso el papel del rector a la labor de dirección y de control. A partir de la década de los cuarenta esta instrucción era impartida por militantes de las ramas de Acción Católica. La recepción de este sacramento debía apuntarla el rector en el registro de primeras comuniones de la parroquia.

Persiste el precepto instituido de la comunión pascual. El período para realizarla se abre en miércoles de ceniza y se cierra el domingo de la Santísima Trinidad. El sínodo de 1951, aunque continúa manifestando la conveniencia de llevar los libros de matricula o de statu animarum, no contempla la excomunión que se anunciaba en el barroco para los que incumplían el precepto, adoptándose una actitud más tolerante.

Corresponde también al párroco llevar el viático y administrar la comunión a los enfermos. Para ello el sacerdote debía llevar el Santísimo en una bolsa pendiente del cuello, e ir siempre acompañado por el sacristán u otra persona. Al llegar a la habitación donde estaba el enfermo debía ponerse el sobrepelliz y estola, si no los llevaba bajo sus vestidos, pudiendo llevar la cabeza cubierta.

El sínodo de 1951 reconoce la tradición arraigada en la diócesis de Valencia de celebrar el comulgar de impedidos. De igual forma que se recogía en el sínodo de Urbina, este debía anunciarse desde el púlpito, exhortando a los fieles a que acompañaran al Señor con luces y a que adornaran las calles.

Los párrocos debían exhortar a sus fieles a practicar el sacramento de la penitencia. Para ello se recomienda que cada sacerdote tenga un horario establecido de confesiones. El sínodo de 1951 aconseja la presencia de sacerdotes extraños a la población para mayor libertad de los feligreses. La jurisdicción que los sacerdotes tienen para oír confesiones se amplía de la parroquia donde radica la cura de almas, como se hacía en el barroco, a toda la diócesis. Salvo en caso de enfermedad o de verdadera necesidad no pueden oírse confesiones de mujeres fuera del confesionario de una iglesia u oratorio público. Para confesar, según la costumbre, el confesor debía usar una estola morada.

La administración de la extrema unción correspondía exclusivamente al rector, aunque todo sacerdote estaba facultado para administrarla en caso de necesidad con permiso presunto del párroco. Los párrocos deben predicar la obligación de este sacramento para los que están en peligro de muerte por enfermedad o vejez. Exceptuando el caso de necesidad, el sacramento habrá de suministrarse con sobrepelliz, estola morada, y al menos un cirio encendido. Tras haber suministrado la extrema unción, el sacerdote dará al enfermo la bendición apostólica y la indulgencia plenaria in articulo mortis. El párroco continuará visitando a los enfermos a quienes han administrado los últimos sacramentos.

Los párrocos deben dar una instrucción clara y sencilla del sentido cristiano del sacramento del matrimonio a los futuros contrayentes. También ha de examinarles para comprobar si tienen suficiente noción de los rudimentos de la fe y de las obligaciones del estado matrimonial. Pero si rechazan recibirlas, no por ello ha de negárseles el matrimonio. El párroco debe rellenar el expediente matrimonial, y está obligado a publicar en la misa mayor durante tres domingos o fiestas de precepto consecutivas las amonestaciones canónicas de los contrayentes. Se les aconseja que se confiesen, y que comulguen en la misa nupcial. Según el vigente código civil durante el régimen del general Franco, los contrayentes debían presentarse ante el juez municipal, al menos con veinticuatro horas de antelación al matrimonio eclesiástico, no pudiendo celebrarse este ni no traían el recibo del juzgado.

Deben también los párrocos exhortar a los fieles a hacer uso frecuente de los sacramentales para lograr efectos espirituales. En este sentido conviene frecuentar las bendiciones solemnes de candelas el día 2 de febrero, cenizas el miércoles santo, y ramos. También del mismo modo deben ser bendecidas las banderas e insignias de las asociaciones religiosas, y pueden hacerlo también las civiles siempre que no contengan símbolos contrarios a la religión.

 

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